Ninguna entra dentro de mis favoritas (para eso está la guía lateral), pero es curioso cómo algunas series tienen un éxito tremendo a pesar de que sus protagonistas son absolutamente insoportables. No es cuestión de ser machistas, pero sospechosamente coinciden siempre perfiles parecidos: el de la relamida, histérica, reflexiva, sensible y enamoradiza mujer profesional liberal que martiriza a los espectadores con sus pensamientos en off. Cualquier análisis de lo que nos cuentan estas protagonistas resulta ridículo, y por lo general el resto de personajes secundarios resultan mucho, mucho más interesantes. Tampoco resisten la comparación con narraciones en off bien, bien resueltas, como las de Dexter.
Es el caso de Sexo en Nueva York, con la supuesta periodista-filósofa Carrie Bradshaw, a la que deben de pagar una pasta con sus columnitas cursis y pastelosas para gastársela siempre en zapatos de Manolo Blahcnik. Cualquiera de sus tres amigas, o hasta los amiguetes gay, son más divertidos y menos coñazo que el personaje de Sarah Jessica-Parker, que se gusta demasiado.
Como Ally McBeal. Hasta el bebé bailarín actuaba mejor que la anoréxica de Calista Flockhart. Esa mujer ha sido capaz hasta de fastidiarnos a Indiana Jones, no hay más que ver la calavera de cristal (¿será una referencia al cuerpecito esquelético de su mujer?). Las historias estaban bien, los personajes más o menos desarrollados, y había bastantes momentos ciertamente cómicos. Lo peor sin duda de la serie era la puñetera y odiosa protagonista.
Algo parecido ocurre con Anatomía de Grey. La actriz Ellen Pompeo pone unas caritas y tiene unas reflexiones tan profundas que dan ganas de aplicarle un electroshock o de hacer un crossover y mandarle al doctor House. Es tan repipi que no es de extrañar que a los pacientes les suba la bilirrubina (que no otra cosa) con sólo oirla.
En el caso de Mujeres Desesperadas, sin embargo, como la narradora hace tiempo que murió, no tenemos nada que alegar.
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